De niña yo miraba pasar los juncos y los bellos silbos varoniles.
Era una guirnalda serena y dormida.
Oh mis quince años, entonces no sabía que debía mirar largamente
los manzanares y las gargantillas de clavel;
que yo tenía brillos y mis hoyuelos risa ajena.
Entonces tú corrías en un espacio familiar y sin espera.
Por qué no admirarte en ese justo nombre, lleno de olor inmenso.
Soñar tus ojos donde el azabache su vuelve traslúcido.
Por eso no eres tú, porque no te llamaba, amante;
porque no te invocaba como a un bello vocablo que nos pertenece.
Debí detenerte con la primicia de julio,
apresurarte quizás, con un vertiginoso pandero lleno de sonrisas,
porque ya existías, como todo lo límpido,
y arrojabas tu juventud hacia mi vida.
Si no, no te vería hoy partir sin palabras.
Yo, que todo lo enloquezco, no poseo tus párpados efímeros
ni la ebriedad de todos los joyeles del sueño.
Me adormezco entre el frenesí de las guitarras
pero algo en mí sigue despierto.
En tanto conozco por única vez la primavera,
los retoños que no se abren en fiesta
y la pajarera que se marchita.
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